¡La hora es grave!

La hora es grave y gloriosa, proclamó solemnemente Lluís Companys desde el Palau de la Generalitat, un 6 de octubre de 1934. Hoy exactamente podríamos decir que volvemos a vivir horas graves, no sé si tan gloriosas como aquellas, seguro que igual de tristes. Grave, dolorosa y triste ha sido la sentencia del Tribunal Supremo contra los acusados por el procés , entre los cuales me cuento, como grave y dolorosa está siendo la respuesta ciudadana a esta sentencia, para mucha gente injusta e ­incomprensible, por desproporcionada.

Paradójicamente, como me hace notar el admirado Miquel Roca, uno de los padres de la Constitución, la propia sentencia nos da una de las claves sobre por qué hemos llegado a este punto y no a otro. Y la razón que se señala no es otra que el inmovilismo del Gobierno de España. Así, después de recordar que desde un punto de vista constitucional España no es una democracia militante y que, en consecuencia, a diferencia de lo que pasaría en Alemania o Francia, aquí nunca se podrá perseguir a nadie por sus ideas o convicciones, por muy antidemocráticas que sean, el ponente Manuel Marchena recuerda que “ la causa que se sigue en esta sala, por tanto, no tiene por objeto criminalitzar ideas. No busca la persecución del disidente, tampoco encerrar en los límites de una aproximación jurídica un problema de indudable relieve político. Esta sala no está usurpando el papel que deberían haber asumido otros, ni pretende interferir en el debate político con fórmulas legalistas”. El papel que tenían que haber asumido otros, en una problemática de indudable relieve político, ­lamenta asépticamente la sentencia. Y que finalmente, por cálculo electoralista, evitaron asumir, añado yo.

Es urgente ir a votar, primero en el conjunto de España e inmediatamente después en Catalunya

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Xavier Cervera

Porque, palabras dulces aparte, la realidad objetiva es que la crisis política que se vive en Catalunya no ha tenido ninguna respuesta concreta por parte de los diversos gobiernos de España que se han ido sucediendo, como mínimo desde el 2010. Al contrario. Descalificaciones, insultos e incluso amenazas abiertamente inconstitucionales han sido la moneda de cambio en e l proceso político vivido los últimos años, que con más o menos destreza y razones, finalmente reclamaba sólo... diálogo. Algunos me dirán, con toda la razón, que en el Govern Puigdemont tomamos decisiones que hoy sabemos que fueron equivocadas. O que el president Torra nunca habrá llegado a creerse del todo su papel institucional, que tenía que haber ido más allá de la pretensión de ser el vicario del president considerado legítimo o de su simple activismo. Sin duda estas críticas no están exentas de parte de razón, pero en mi opinión no van al fondo de la enfermedad, sólo describen los síntomas.

El problema de fondo es que con su renuncia a la iniciativa política, el presidente Rajoy dejó un vacío de poder que inevitablemente han llenado jueces y fiscales. Y es sabido que si una Constitución recoge siempre los sueños de una sociedad, su Código Penal, en cambio, mucho más rudo, sólo recoge los miedos y los demonios. Y Catalunya siempre ha sido uno de ellos. Y ahora todos lloramos. Y ahora nadie entiende la ­reacción airada de tantos y tantos ciudadanos, que no admiten que sus lí­deres sigan condenados, en la prisión o inhabilidades. ¿Y qué pensaban, pues, que pasaría? ¿Quizá no es humanamente comprensible e incluso éticamente irrepro­chable que los ciudadanos protesten ante una decisión del Estado que consideran ­injusta?

Porque, ciertamente, cualquier manifestación violenta tiene que ser reprobada y perseguida sin ambages. Y justamente para evitar la criminalización de sus sueños, los independentistas harán bien en separarse con nitidez. Pero en una democracia madura, especialmente cuando los políticos no hacen lo que tendrían que hacer, que es hablar con los que no piensan como ellos, negociar desde el respeto al otro, con la fuerza de la razón y, finalmente, llegar a acuerdos; cuando estos políticos declinan sus responsabilidades y no saben canalizar las aspiraciones ciudadanas, es inevitable que los ciudadanos tomen la iniciativa, no se conformen con interpretar la democracia únicamente como ir a votar y ejerzan su legítimo derecho de manifestación y de pro­testa.

La hora reviste gravedad, sí. Y tristeza. Y es dolorosa para los condenados, para nuestros amigos y familiares y ­para el conjunto de los ciudadanos de buena fe que contemplan, perplejos, como la hasta ahora liberal y cosmopolita Barcelona vuelve a ser una Rosa de Foc, dispuesta a autolesionarse hasta la extenuación. Por eso no es hora de reproches ni de declaraciones incendiarias que, de un lado o del otro, llamen al enfrentamiento, en vez de a la reconciliación. Por todo eso, pienso que es urgente ir a votar primero en el conjunto de España e inmediatamente después en Catalunya, renovar o retirar la confianza a los que nos gobiernan y, apoderados nuevamente con la fuerza de la democracia, exigirles que reanuden –o quizá tendríamos que decir que inicien– espacios de diálogo, negociación y acuerdo. Hacerlo teniendo a políticos y activistas muchos meses más en la prisión no los ayudará nada.

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